La primera piedra

La Habana, 21 nov.- Errar es humano, o al menos solía serlo. Todos podemos equivocarnos en algún momento, cometer errores sencillos, fáciles de perdonar, o errores de los gruesos, las «meteduras de pata» que nos acompañarán toda la vida. Nadie es perfecto, todos fallamos alguna vez (o varias veces).

El error es consustancial al ser humano, incluso es útil para el desarrollo intelectual y científico. Por ejemplo, el método «ensayo y error», que es un método para resolver problemas o proponer nuevas soluciones, aplicando distintas variantes y desechando aquellas que no resultan. El error puede ser, entonces, una oportunidad para el aprendizaje, para avanzar.

Errar es humano, es una potencialidad (negativa) de cada individuo. Aunque nos empeñemos, no siempre podremos prever o impedir que, en el futuro mediato o inmediato, las consecuencias de nuestros actos sean desfavorables, distintas a nuestros propósitos originales. Como sociedad, debemos asumir que cada persona puede ser negligente o imprudente, y corregir o incluso sancionar a aquellos que se equivocan.

Hay errores graves, que parecen imperdonables, que resultan en delitos culposos; errores difíciles de resarcir o justificar, que laceran hondamente a terceros. Y hay errores pequeños, cotidianos, que escapan a veces desapercibidos. En cualquier caso, son oportunidades para crecer, para no volver a fallar, para ser mejores. Para ello, obviamente, debemos ser conscientes de que estamos equivocados, de que obramos mal.

Errar es humano, pero lo que no es intrínsecamente humano es la capacidad de entender que aquello que hicimos fue un error, que pudimos haber actuado de otra manera, que nuestra conducta, sin dolo ni premeditación, resultó en daño o perjuicio a otros o para uno mismo. A los que atestiguamos ese error, a los que lo sufrimos, nos toca llamar la atención, nos toca señalar el error y proponer su enmiendo. Y que la sanción, si lo amerita, no sea solo un castigo, sino un modo de educar(nos).

El error ajeno siempre es más fácil de señalar que el error propio. Ante aquel que cae en desgracia, aquel que «mete la pata», muchas veces nos convertimos en implacable inquisidor: dejamos caer sobre esa persona toda la aplastante fuerza de nuestra incuestionable moral, el peso avasallador de nuestro reproche. El error ajeno puede llegar a reconfortarnos o hasta hacer que nos sintamos poderosos.

Errar es humano y, por ende, como en aquella frase que se le atribuye al Che, lo único lógico es intentar que se borre el error y no el hombre (o la mujer) que lo comete. Máxime si esa persona que erró es compañera de lucha, si esa persona no es aliada de los muchos enemigos y tiranos que atentan contra la gente de bien. Hay que decir todo del error, «su antro» y «sus veredas oscuras», como escribió Martí, pero de nada sirve que en ese decir atentemos contra el ser humano que está detrás de ese error, un ser humano como nosotros, un ser humano en nuestra misma trinchera.

Ante el error, existe la tendencia a lapidar (no precisamente en sentido literal, aunque se ha dado el caso). Debemos abstenernos de sucumbir ante esa tendencia, aunque haya, en ocasiones, que clavar «con furia de mano esclava sobre su oprobio al tirano». Al compañero, al aliado, al que está de nuestro lado, no le perdonemos el error, no pequemos nosotros de indulgencia, pero tampoco hagamos de su yerro un escarmiento o un convite de bajezas.

Entendamos que en algún momento pudiéramos ocupar el lugar de ese que hoy es lapidado, porque errar es humano. Y del error no escaparemos ninguno de nosotros. Borrar el error y no al ser humano, hagamos eso, aunque siempre sea más fácil lanzar la primera piedra.

(RCA)

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