Transcurre el mes de julio de 1940 y Delia del Carril, esposa de entonces de Pablo Neruda, escribe al cubano Juan Marinello para informarle que las circunstancias desbarataron al poeta su plan de pasar por La Habana, aunque, apunta, “tiene el firme propósito de ir”.
El matrimonio viaja por mar rumbo a México, donde el poeta asumirá el cargo de Cónsul General de Chile, y una vez en dicho puesto le será muy difícil trasladarse a la capital cubana sin un motivo plausible. De ahí que Delia pida a Marinello que los amigos cubanos escriban a autoridades chilenas “y le hagan saber vuestro deseo de que Pablo os haga una visita”. Añade que el poeta “está adelantando bastante su Canto General”, y que “si no escribe personalmente y me ha dejado a mí ese placer”, es porque lo agobia una serie de cartas “latosas y desagradables” que debe enviar a Chile y quiere aprovechar para remitirlas la escala que el barco en que viajan hará en Lima.
Esa carta manuscrita de fecha 29 de julio de 1940, que obra en los fondos de la Biblioteca Nacional José Martí y cuya lectura resulta difícil, sobre todo la cuartilla inicial, por lo desvaído de la tinta, lleva una posdata del propio Neruda. “Me muero de ganas de ir a Cuba”, dice a Marinello y le pide que salude a Wenceslao Roces, traductor de Marx al español, al poeta Manuel Altolaguirre, a Nicolás Guillén, a Francisco y a Félix Pita Rodríguez y a Emilio Ballagas. Añade enseguida: “Y en particular a toda La Habana menos al viejo cabrón de Juan Ramón Jiménez”.
Valga aclarar que ya para entonces el poeta de Platero había salido de Cuba. Tenían una vieja rencilla, que el tiempo había ido recrudeciendo, motivada por la opinión de Juan Ramón sobre la poesía del chileno, a quien consideraba “un gran mal poeta, torpe traductor de sí mismo que a veces confunde el original con la traducción”. Opinión que en 1942 modificó para decir que Neruda expresaba “con tanteo exuberante una poesía hispanoamericana general auténtica, con toda la revolución natural y la metamorfosis de vida y muerte de este continente” para concluir: “Usted es anterior, prehistórico y turbulento, cerrado y sombrío”, juicio al que no fue insensible el chileno que no dejó de expresar “la profunda emoción con que leí sus líneas, que con su sinceridad agrandan la admiración que por su obra he sentido durante toda mi vida”.
Canción de gesta
No será hasta 1942 en que Neruda venga por primera vez a La Habana. El gran poeta comunista ha sido invitado por un escritor católico, José María Chacón y Calvo, entonces director de Cultura del Ministerio de Educación. En la Academia Nacional de Artes y Letras ofreció cuatro conferencias, dos de ellas sobre Francisco de Quevedo, y evocó, dice Volodia Teitelboim, en su biografía del poeta, “por primera vez en América al Correo Mayor de Su Majestad, don Juan de Tassis, conde de Villamediana, el enamorado de la Reina, que un día incendia las cortinas del escenario de Palacio a fin de tener pretexto para huir con la alta amada prohibida en brazos”.
Volvió en 1949 o 1950 por unas pocas horas. Regresaba a México procedente de Europa –había asistido a un congreso por la paz en París y a los festejos por el sesquicentenario del natalicio de Pushkin, en Moscú– y el avión en que viajaba hizo escala en La Habana a causa de una falla técnica. Perseguido en Chile después de la traición del presidente González Videla al Frente Popular, el entonces senador Pablo Neruda era “el poeta errante”, como le llamó el periodista Enrique de la Osa.
Cuando regresó a La Habana, por última vez, a fines de 1960, traía los poemas de Canción de gesta, el primer libro –se ufanaba de ello– “que un poeta en cualquier parte del mundo hubiera dedicado a la Revolución Cubana”, y que se cierra con una Meditación sobre la Sierra Maestra que es también un resumen de la vida del poeta en esa hora auroral: “…recibo mi pasado en una copa / y la levanto por la tierra entera, / y aunque mi patria circule en mi sangre / sin que nunca se apague su carrera / en esta hora mi razón nocturna / señala en Cuba su común bandera / del hemisferio oscuro que esperaba / por fin una victoria verdadera…”
En esa visita, en la Plaza de la Revolución, ante un millón de personas, leyó el poeta, con aquella entonación peculiar suya, su canto A Fidel Castro: “Fidel, Fidel, los pueblos te agradecen / palabras en acción y hechos que cantan, / por desde lejos te he traído / un copa del vino de mi patria…”
La revista Bohemia ofreció un coctel en su honor y, desde luego, no se fue de Cuba sin degustar los frijoles negros dormidos, los tachinos, la yuca con mojo y las lonjas de cerdo asadas al jugo de La Bodeguita del Medio. Enterados de su presencia en ese cubanísimo restaurante, dos excelentes humoristas, René de la Nuez y el “gallego” Posada, no quisieron dejar pasar la oportunidad de saludarlo y, aunque parezca mentira, entraron al establecimiento montados en un burro, lo que hizo que Neruda se desternillara de risa.
“Las majaderías usuales del poeta, sus actitudes inconvenientes, que lo llevaron a ser ofensivo en ocasiones, quizás sin proponérselo, no dejaron el menor recuerdo”, escribió el narrador Lisandro Otero en sus memorias (1997).
Su amor y fidelidad hacia la Revolución Cubana no se enturbiaron por aquellos “dolorosos malentendidos” de 1966, cuando escritores cubanos, en carta abierta, enjuiciaron “su actividad poética, social y revolucionaria”, según comentó el propio Neruda. El poeta, ofendido, respondió con acritud.
Si bien no perdonó a los que suscribieron la carta, a los que fustiga o trata con desprecio en sus memorias, el incidente no hizo que decayeran sus simpatías hacia Cuba y su Revolución. Lo dice explícitamente en Confieso que he vivido: “Un punto negro, un pequeño punto negro dentro de un proceso, no tiene gran importancia en el contexto de una causa grande. He seguido cantando, amando y respetando la Revolución Cubana, a su pueblo, a sus nobles protagonistas”.
Tomado de Cubadebate