Discurso pronunciado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz en el centro vocacional para maestros Sierra Maestra, en Minas del Frío, el 17 de junio de 1962
La Habana, 17 jun.- Estaba pensando ahora que yo creo que ustedes no han almorzado todavía, ¿verdad? (Exclamaciones de: “No importa.”) Yo sé que dicen que el agua de aquí de las Minas del Frío da un apetito tremendo (Risas). Eso y lo del frío, no se puede estar mucho tiempo aquí sin comer en las Minas del Frío (Exclamaciones).
Bueno, de todas formas, es que hay también otra cosa: después hay juego de pelota. Yo quiero jugar pelota también (Aplausos).
Pero bien, quiero expresarles, en primer lugar, compañeros y compañeras, que es cierto eso de que nosotros sentimos una gran satisfacción al llegar a este sitio. En este caso se juntan una serie de circunstancias. En primer lugar, este sitio tiene para nosotros recuerdos de los tiempos de la guerra, e incluso recuerda los tiempos más difíciles, cuando nosotros éramos unos pocos solamente.
Pero también se junta a los recuerdos, a los muchos recuerdos de este sitio, lo que esta escuela significa para nuestra Revolución y lo que significará para nuestro país.
Esta escuela es fruto puro de nuestra Revolución, y ningún lugar mejor que este para que aquí se estén formando los maestros. Claro está que todo esto ha sufrido muchos cambios; cambia y cambiará.
La primera vez que nosotros llegamos aquí había una casita, una familia campesina que vivía allí en aquel alto —donde ahora está el hospital—, la familia del campesino Mario Sariol.
Días atrás los soldados enemigos habían estado apostados por todos estos caminos, ellos estaban realizando una ofensiva contra nosotros. Nosotros éramos unos veinte más o menos en aquella época. Y lo peor de todo no era eso —no es que fuéramos veinte—, sino que entre los veinte teníamos un traidor (Exclamaciones), un gran traidor; el práctico nuestro se había convertido en traidor. Y como era el único que salía, porque tenía que salir para saber si había mensajes, explorar los alrededores, informar los movimientos del enemigo, pues constituía aquello un hecho muy grave. Y por cierto que estuvieron a punto de exterminarnos a todos nosotros en un lugar que no está muy lejos de aquí, sino que es detrás de Caracas, esa loma alta que ustedes ven enfrente. Esa loma fue la capital de nosotros durante los primeros tiempos aquellos. Porque nosotros éramos unos poquitos, poquitos, y muy poco a poco íbamos aumentando; pero en aquellos tiempos nosotros no conocíamos estos sitios realmente.
Y por aquellos mismos días parece que ellos tenían la convicción de que contando con el apoyo de un traidor… y el traidor los llevó, los llevó tres veces. Una vez llevó la tropa cuando nosotros estábamos en otro sitio; pero parece que algunos se adelantaron, se pusieron ambiciosos, se quisieron llevar toda la gloria y cayeron en una emboscada nuestra. La segunda vez fueron los aviones. El les indicó el punto exacto donde estábamos y, además, se montó en un avión —esa es de la única manera que se puede hacer un ataque contra un lugar exacto—, se montó en un avión que iba de explorador, indicó el sitio exacto, vinieron después como siete u ocho aviones y atacaron aquel sitio. Pero realmente la aviación impresionaba más que otra cosa, pero no era efectiva. Estorbaba, fastidiaba bastante para caminar por los sitios desguarnecidos de vegetación alguna, pues estorbaba mucho los movimientos.
La tercera vez ya llevó todo un ejército para cercarnos en el punto exacto donde estábamos. Era un individuo que, incluso, el día antes había pedido estar de centinela cuando venían los soldados; pero parece que esa tarde cayó un gran aguacero y los soldados decidieron esperar para el otro día. Y por una serie de circunstancias, en las cuales nosotros comprendimos que estábamos siendo traicionados, ese día muy difícilmente, muy apretadamente, y por quince minutos, pudimos evitar que nos cercaran totalmente y no fuimos aniquilados esa vez.
Ciertamente, en aquella ocasión nosotros tuvimos la impresión de que nunca más seríamos derrotados, porque pensábamos que con tanta fuerza, tantos recursos como tenían nuestros enemigos, ni aún así habían podido liquidar al grupo pequeño que nosotros constituíamos. Pero, por aquel tiempo, simultáneamente, tomaron todas las salidas y entradas de la Sierra y nosotros habíamos salido de la Sierra, habíamos hecho una excursión por el llano y veníamos subiendo por aquí. Dos días antes se habían ido los soldados de este alto. El día anterior también nos habían delatado por otro punto que está cerca de aquí y fueron a rodearnos también, pero ya nosotros estábamos un poco más avisados (Risas) y pudimos irnos antes de que ellos completaran el cerco otra vez. Y caímos en casa de unos campesinos que viven más abajo de la casita de zinc —una que ustedes deben haber visto por allá—, y entonces allí lo mismo: los soldados habían armado un gran ruido, tirando con morteros, ametralladoras y todo eso.
Llegó la noche —bien empapados, porque había caído un gran aguacero—, comimos y bien tempranito subimos hacia acá. Y a nosotros nos habían dicho: “Mario Sariol es partidario de Batista”, algo de eso, a tal extremo que nosotros, que ya habíamos capturado unos “cascos” por allá por La Plata y en otros sitios, los compañeros que llegaron delante venían vestidos de soldados, haciéndose pasar por soldados del ejército; llegaron pidiendo que hicieran comida, porque en aquellos tiempos había veces que cuando no estábamos muy seguros —no conocíamos—, pues íbamos disfrazados, de soldados. Después nos descubrían, porque siempre queríamos pagar, y entonces eso empezaba a llamar la atención, porque los soldados nunca pagaban (Risas).
Pero bien, se podrían contar muchas anécdotas sobre todo eso. Me estoy refiriendo simplemente a cómo llegamos aquí la primera vez, y nos asomamos por aquel altico; bajó el compañero Guillermo García y otros compañeros más, hechos unos perfectos casquitos; llegaron y le pidieron que mataran unos puercos, que hicieran una comida ahí, porque nosotros veníamos con un hambre vieja del diablo (Risas). Nosotros entramos por allá y luego se formó una confusión tremenda, porque empezaron a llegar noticias de que “vienen soldados por aquí y soldados por allá”, pero los soldados éramos nosotros mismos (Risas). Y se armó una confusión tremenda cerca de este sitio aquel día casualmente, porque el día anterior un compañero estaba divisando la columna de soldados enemigos que venía, otros no la veían y hasta que por fin la divisamos: “es cierto, son soldados, es una columna”, el día anterior.
Ese otro día, se vio una columna bajando por allá, y el mismo compañero que había visto los soldados el día anterior, divisa la columna y dice: “viene por allí un grupo de soldados”. Entonces se crea la confusión, porque por aquí habían llegado noticias de que venían subiendo los soldados. Después nos dimos cuenta que éramos nosotros mismos, porque eran noticias que llegaban de aquí.
Había otras tropas por allá, y por aquel alto, por allá, por alguno de aquellos altos empezaron a ver otra columna de soldados; decidimos: “bueno, vamos a retirarnos entonces”. No pudimos esperar el arroz con pollo que nos estaba haciendo Mario Sariol (Risas); con la noticia de soldados por aquí, soldados por allá, soldados por todas partes, el arroz con pollo se quedó hecho —y fue una verdadera lástima, se lo aseguro (Risas).
Entonces había un grupo allá, cuidando hacia aquella zona. Nos retiramos por la zona esa que está entre Caracas y La Magdalena, por ahí. Pero ocurre que el grupo de compañeros que estaba por allá, que tienen que hacer contacto con nosotros en un punto que les indicamos pierden el contacto y se quedan extraviados; pero nos quedamos esa vez doce, éramos doce. Eramos doce y estábamos por un arroyo que hay allí, del Alto de la Maestra hacia abajo por allá, pero era una manigua infernal; por allí fuimos avanzando hasta que llegamos a un arroyo, ese que va quedando a la derecha del camino por donde se va para Magdalena (Exclamaciones de: “El Roble”). No, no, porque El Roble es por allá, Meriño y Roble, y el arroyo ese está a la izquierda, a la izquierda del camino de El Roble y a la derecha del camino de Magdalena. Y por los cabezos de ese arroyo nosotros fuimos a parar…
Era el mediodía, abrimos el radio y sale un parte de guerra que decía: “ya los hemos perseguido y los hemos dispersado; quedan doce nada más” —decía el parte de guerra, media hora o una hora después que de verdad se habían extraviado seis compañeros y habíamos quedado doce—, “quedan doce y no les queda otra alternativa que rendirse o escaparse, si es que pueden”. Pero dicho en aquel tono soberbio con que ellos emitían sus partes de guerra: “no quedan más que doce”.
Nosotros éramos doce de verdad los que estábamos allí, que fue una casualidad, pero que nos daba una rabia… Y entonces aquella frase: “no les queda otra alternativa que rendirse o escaparse, si es que pueden”. Entonces nosotros dijimos, oyendo aquella frase hiriente: “ni nos rendimos ni escapamos; ninguna de las dos cosas (Exclamaciones y aplausos), vamos a seguir con los que seamos”. Y así fue una determinación que tomamos en aquel momento: honda, sentida, producto de todo aquel momento, porque en realidad en medio de muchas circunstancias adversas, sin conocer la región, sin tener amigos en la región, con la experiencia de la traición que habíamos sufrido, con todos aquellos inconvenientes… Todo esto estaba desalojado, toda esta zona de aquí, de El Jigüe, todo estaba completamente desalojado. Nosotros entonces andábamos explorando picos por ahí para allá.
Después vino la Huelga de Abril, y después vino la gran ofensiva aquella contra nosotros, que movilizaron como a 10 000 soldados. Ya nosotros teníamos como 300 hombres aquí en la Sierra Maestra. Para los 300 teníamos 60 fusiles que tenían 40 balas, es decir, había que ir distribuyendo todas las armas aquellas, y ellos desembarcando por el sur y por el norte.
Llegaron, llegaron hasta Las Vegas; estuvieron varios días, porque entonces nosotros fuimos atrincherándonos por todos los caminos esos y haciéndoles resistencia, haciéndoles resistencia. La idea de nosotros es que ellos fueran avanzando, pero trabajosamente, a medida que ellos avanzaban más, nos concentrábamos nosotros más.
Por aquellos días, naturalmente, esta escuela era visita diaria de los aviones, era visita diaria. A esa casa de Sariol no se sabe la cantidad de balas y de bombas que le tiraron. Suerte que esto había sido una mina, y por ahí había un túnel —que ustedes lo deben haber visto (Exclamaciones de: “¡Sí!”).
Algunas veces nosotros estuvimos aquí cuando los bombardeos, y lo único que ocurría, eso sí, cuando tiraban una bomba, era que se apagaban las luces dentro del túnel, parece que por la fuerza del aire; pero era un lugar bastante seguro.
Pero la gente se acostumbró por todos estos lugares, compañeros, porque muchas veces llegaban los aviones y no había tiempo de llegar al túnel ni a ninguna parte, y la gente por los cafetales y por ahí. Este lugar era diario el ataque de los aviones. Y Sariol ni siquiera a la familia se llevó; se quedó aquí con su familia, durante todo aquello, aquí.
Vino la ofensiva. Entonces nosotros veníamos echando nuestro ganado para atrás, para que los guardias no fueran a abastecerse con las propiedades del Ejército Rebelde (Risas), y del campesinado de aquí. Pero ya el terreno que nos iba quedando era menos, y no quedaba más remedio que matar, iban matándose y dejando únicamente las que nos quedaban.
Y ellos avanzando por el norte y avanzando por el sur, con sus batallones, hasta que por fin, en El Jigüe, sí llegaron a un punto donde todo el ganado de nosotros no se pudo retirar. Todos los días mataban una, dos, tres vacas allí por la zona de Purialón y por El Jigüe, ellos estaban instalados, abastecidos, abasteciéndose de nuestro ganado.
Pero también venían avanzando por todos estos puntos; llegaron a San Lorenzo, de San Lorenzo se metieron en Meriño. Nosotros estábamos en La Plata, porque ellos estuvieron 35 días avanzando y nosotros pues estuvimos 35 días avanzando. Pero ya a los 35 días nosotros fuimos retrocediendo, hasta que llegó una etapa…
La primera vez que ya les dimos un golpe fuerte fue en Santo Domingo, cerca de La Plata, porque ellos ya tenían un batallón allí, 400 hombres, y mandaron otro más: 800. Y nosotros teníamos un grupito de siete u ocho cuidando trillos, caminos, pero entre dos grupitos de esos quedó cercada una compañía de ellos, entre dos. Y les capturamos como cincuenta y tantas armas, incluso morteros y todo: armamos enseguida a la gente. Y estando allá llegan noticias de que la tropa ha entrado en Meriño. No sabíamos qué intención tenía, si tomar Minas del Frío; entonces, nos trasladamos aquí rápidamente a la zona esta de Meriño. Y en esta zona, estando ya nosotros aquí, ellos atacaron allá, tratando de tomar el campamento de La Plata.
Y entonces nosotros les preparamos aquí un combate que con seguridad que aquel batallón hubiera quedado completo aniquilado, porque yo pensé: “estos van a seguir la ruta que han llevado otras veces, hacia El Roble y hacia La Plata”. Pero también pensábamos que podían tratar de subir aquí, así que teníamos que organizar la defensa de este lugar y preparar también… Entonces esa tropa estaba allí ya prácticamente cercada, pero de repente… Estábamos organizando mulos, organizando todo para salir en la dirección que nosotros creíamos que llevaban, y no llevaban esa dirección: retrocedieron. De todas maneras, había alguna fuerza por allá, que los atacaron, pero ellos pudieron escapar y dejaron todos los mulos.
Y entonces, inmediatamente, nos trasladamos a El Jigüe, y allí entonces cercamos un batallón que había allí. Aquella fue una lucha de… Ciento veinte hombres teníamos nosotros, los que pudimos movilizar allí. Cuando se terminó aquella batalla, estando en medio de la batalla de El Jigüe, nos toman Minas del Frío; la tomaron. Porque por dondequiera trataban ellos de penetrar en las posiciones de nosotros, pero en el medio de aquella batalla se aparecieron por allá arriba, miren; por aquellos picos se aparecieron, de San Lorenzo. Allá murió un compañero nuestro. Y entonces atacaron también por otros puntos, y se tuvieron que retirar los compañeros que estaban aquí defendiendo la Maestra, para que no siguieran por la Maestra para allá. Pero al mismo tiempo teníamos que defender este camino para que no nos fueran a atacar mientras nosotros teníamos cercado aquel batallón allá. Ellos llegaron aquí, y mientras tanto, siguió la batalla allá.
El hecho era que nosotros estábamos cercados por todas partes, y teníamos dentro un batallón cercado; quién ganaba primero era lo importante. Y ellos se rindieron, tuvieron que rendirse, no les quedaba de verdad... Ni agua tenían ya.
Entonces, una vez que nosotros pudimos haber rendido aquel batallón y capturar las armas, derrotar los batallones que vinieron de refuerzo, tratando de romper el cerco, ya entonces pudimos hacer una fuerza grande, y se fueron de las Minas del Frío hechos una bala (Risas); se fueron para Las Mercedes. Recuperamos las Minas del Frío otra vez.
Cercamos a los soldados que estaban en Las Vegas y los rendimos también, y después cercamos a los que estaban ya en Las Mercedes también, que fue una batalla larga también. Esos pudieron escapar porque metieron tanques y metieron todo eso. Pero el hecho cierto fue que durante toda aquella lucha, Minas del Frío jugó su papel, y cuando a nosotros nos tomaron las Minas del Frío, créannos que lo sentimos de verdad, seriamente, porque fue el único punto de aquí, del Alto de la Sierra, que nos tomaron.
Bueno, creíamos que lo iban a destruir todo, pero fue tal el miedo de esa gente que no se metieron en el monte para nada. Parece que se instalaron allá arriba, y ni siquiera buscaron; todo estaba intacto. Es decir, tenían miedo a las Minas. Cuando se fueron no destruyeron nada, no tuvieron tiempo ya ni de destruir, de la velocidad que llevaban por las lomas para abajo (Risas).
Durante toda aquella lucha, desde el principio hasta el fin, este fue un centro importante. Ya al final de la guerra aquí había mil compañeros en esta escuela, y entonces nosotros sacamos todos esos soldados sin armas, y desde Guisa hasta Santiago de Cuba los armamos con armas que les fuimos quitando a los soldados por toda esa zona, y salieron de aquí mil muchachos, llegaron armados ya a Santiago de Cuba, por el camino se iban armando ya.
Ya nosotros teníamos un poco más de experiencia, y ya sabíamos cómo quitarles las armas a los soldados. Al principio no lo sabíamos —no vayan a creer que nosotros sabíamos nada de eso al principio—; al final ya teníamos más experiencia, porque, naturalmente, la vida es lo que da experiencia, y la lucha. Uno cree que sabe y resulta que nunca sabe nada, y lo viene a descubrir después, cuando aprendió algo. Y la vida es una cadena, siempre, de aprendizaje y de experiencia.
Pero bien, por eso les decía que este lugar para nosotros tiene muchos recuerdos.
Después se acabó la guerra, y entonces nosotros hicimos una escuela de soldados aquí en las Minas del Frío, y esos soldados, algunos están todavía aquí. Muchos de esos compañeros subieron el Pico diez veces, quince veces, nosotros queríamos hacerlos soldados buenos.
Después, compañeros, hacía falta maestros en la Sierra Maestra, y se organizaron aquí cursos de maestros voluntarios, y pasaron por aquí cerca de 3 000 compañeros que nutrieron la organización de los maestros voluntarios. La idea era que el que se ofreciera para enseñar en el campo supiera realmente cómo era la vida del campo.
Ya cuando se acabaron los cursos de maestros voluntarios, quedaba qué hacer con las Minas del Frío.
Pero había otro problema desde el principio de la Revolución. Al principio de la Revolución había escuelas normales por patronatos, en muchos pueblos; entonces, los compañeros del Ministerio de Educación consideraron que era necesario esas escuelas quitarlas y hacer las escuelas en las capitales de provincia: Santiago, Holguín, Camagüey; reducir el número de escuelas normales, porque muchas de ellas habían sido organizadas de una manera deficiente.
Entonces, yo les planteé a los compañeros del Ministerio de Educación: “miren, de ninguna manera. Los futuros maestros tienen que salir, tienen que estudiar en las montañas”.
Realmente, a muchas de las escuelas normales sí iba gente del pueblo, pero también iba mucha gente de la clase media a las escuelas normales. “¿Qué profesión les vamos a dar a las muchachitas?” “Vamos a hacerlas maestras.” Y hacían maestras a las muchachitas; y terminaban. Después se pasaban diez años para que les dieran un aula, y muchas veces tenían que estar detrás del político, del otro, pidiendo favores, porque no había oposición, no respetaban nada; las repartían como favores.
Bueno, de todas formas, yo decía: si concentran las escuelas normales en las ciudades, menos va a poder estudiar la familia pobre, las jóvenes pobres no van a poder estudiar para maestras; el que vive en el campo, el que vive en el pueblo chiquito, donde no hay una escuela normal. Porque si no tienen donde vivir, ¿cómo el que vive en un pueblo chiquito va a mandar la hija o el hijo a estudiar a una escuela normal que está en la capital de la provincia? Dentro de unos cuantos años vamos a seguir igual si las escuelas están en el medio de la ciudad.
Además, compañeras y compañeros, aquellos alumnos estudiaban en el medio de la ciudad, sin tener ni la menor idea de lo que era el campo; calles pavimentadas, parques, cine, luz eléctrica, todas aquellas cosas, y después cuando mandaban a una maestra para el campo, se aterrorizaban realmente de pensar que la iban a meter, ¡figúrense!, en Agua al Revés, Marverde, Caguara, La Joya o La Hoya —no sé, unos lo llaman de una manera o de otra—, El Mulato, ¡figúrense!, imagínense la maestrica salida de la escuela normal, y de buenas a primeras: ¡Pum! (Risas.) No conocía a nadie. Imposible que resistiera, compañeras y compañeros, imposible.
Y si la niña era la niña de su casa, bien malcriadita, y el agua tibia todos los días para bañarse (Risas), de la familia de la clase media, ¡menos que menos! Ni el padre ni la madre le iban a permitir que se la mandaran para allá, ni ella iba a resistir. Esa era la verdad.
Entonces, se ponían a esperar diez años, a ver si les caía un aula en la ciudad, y cuando no, se empleaban en otras cosas.
Cuando la Revolución triunfa hay 10 000 maestros sin aulas. Sin embargo, nosotros no podíamos garantizar maestros para las montañas, ¡mentira! Y esto se los digo a los maestros viejos, a los nuevos, y a todos los maestros, y al Sindicato de Maestros, al Ministerio de Educación, a todo el mundo, digo que es mentira (Risas y aplausos).
Hay maestros, compañeros, que son buenos maestros y tienen vocación, pero el número de los que se iban a conseguir para enviar a las montañas no iba a alcanzar. Segundo: muchos de los maestros, naturalmente, ya han estado dando clases en el campo, están trasladados a las ciudades, tienen familia, y se convierte en una tragedia venir a enseñar al campo. Pero, además, señores, falta de espíritu y de vocación, aburguesamiento de los maestros (Aplausos). Yo voy a decir algo más: mal pagados, sí, mal pagados los maestros también.
Esos mismos maestros, 10 000 maestros que estaban sin trabajo, hay que decir en favor de ellos una cosa: que cuando hicieron falta maestros —no voy a decir para el campo porque para el campo no aparecieron nunca, ¿saben?, y si acaso para el llano sí, pero para las montañas no— aceptaron incluso un plan de ir a enseñar, porque había plazas para 5 000, y con los mismos recursos se hicieron plazas para 10 000.
Se hizo entonces una escala de sueldos, de aumentarles por año veinte pesos hasta una cantidad. Los maestros estaban mal pagados. Nosotros estamos de acuerdo en que los maestros estén bien pagados; pero eso sí: que sean maestros y que enseñen.
Para el campo no aparecían maestros. Y de campo y de loma no me pueden a mí hacer cuentos, porque los funcionarios burocráticos nunca brincan una loma ni se meten por los lugares donde tienen que meterse, ¡y que sería bueno que se metieran! (Risas.)
Porque, señores, a esta Sierra yo he venido varias veces desde que se acabó la guerra, y son muchos problemas los que se han resuelto. Porque he visto las cosas que pasan, al principio había una mano de rollos: no había escuelas, no había hospitales, no dejaban talar bosques al campesino. Había un inspector por ahí siempre que se llevaba preso al que talara un bosque, cosas estúpidas; luego, no había créditos.
Así es que en cada uno de nuestros viajes descubrimos muchas cosas. Gracias a eso se han subsanado muchos problemas en estas montañas, y se resolvió el problema de los maestros, se resolvió el problema de los médicos, se resolvió el problema de los créditos para los campesinos, y se fueron resolviendo cosas.
Pero que los burócratas no me digan que para las montañas había maestros, porque les digo que es mentira. Y conozco las montañas, y conozco esos huecos donde vive la gente, que el que no tenga temple se deprime y se muere de nostalgia pura, ¿comprenden? (Exclamaciones de: “¡Sí!”)
¿Entonces íbamos a seguir haciendo maestros en las capitales de provincia? (Exclamaciones de: “¡No!”) ¡No íbamos a tener nunca maestros para el campo! Y a nosotros nos interesa tener maestros para el campo. Pero, además, nos interesa no solo tener maestros para el campo: nos interesa tener maestros para todo.
Para una Revolución que aspira a cambiar radicalmente la vida de un país y a construir una sociedad nueva, ¿qué es lo más importante? El maestro, compañeras y compañeros; el maestro es lo más importante en una Revolución.
Esa es la razón de nuestro interés por la formación de maestros revolucionarios, porque el maestro recibe al niño y tiene en sus manos a todas esas criaturas, que enseñarlas y que orientarlas. Luego nosotros tenemos, si queremos que nuestra Revolución llegue muy lejos, es necesario que lleguemos muy lejos en la formación de una generación de maestros.
(CubaDebate)