Fidel Castro, humano y jocoso

La Habana Eran más de las dos de la madrugada del 19 de septiembre de 1993 y tras siete horas revisábamos aún distintos asuntos con el Comandante en Jefe Fidel Castro en el salón de reuniones contiguo a su despacho personal.

Por coronel (r) Nelson Domínguez Morera (Noel)

Ocupó responsabilidades de dirección en los cuerpos de Seguridad del Estado

Cuando el agotamiento entre los pocos asistentes era visible, nos invitó a comer pasta en su pantry.

Felipe Pérez Roque, “Felipito” y José Miyar Barruecos, “Chomy”, en ese entonces sus asistentes personales en el despacho ejecutivo del Consejo de Estado, se encargaron de cocinar los espaguetis y él, mostrando una faceta de camaradería desconocida para muchos, rayó el queso.

Ese fue mi penúltimo despacho con Fidel, al cual llegué al caer la tarde del 18 de septiembre de 1993, y no lo olvido por el contenido de lo tratado sobre lo que no comentaré, sino por una inusual enseñanza que me ofreció y no abandono, y un momento de jocosidad que demostró su carácter afable.

Siempre fue un gran didáctico e instructivo, pero lo conocía de otros temas: políticos, moralistas, aleccionadores, patrióticos, humanistas y filosóficos. Nunca lo imaginé en este tan distinto.

Gran anfitrión, capaz de estar al tanto de cada detalle, desde que se nos facilitaran las libretas para tomar notas con forros azules y de hojas blancas sin rayas con un aditivo para depositar el lápiz, nada de bolígrafos, hasta que el salón estuviera lo necesariamente climatizado sin demasía para ahorrar electricidad y que el frío en la habitación no hiciera sentir incómodos a los reunidos al llegar la madrugada, perenne acompañante en sus encuentros.

Cuando terminamos los análisis, sus asistentes se encargaron de servir la pasta para la improvisada y sobria cena que contó, además, con helado de maracuyá, hecho a partir de las frutas que cultivaba el propio “Chomy” en el patio de su casa.

Fidel no probó bocado alguno a pesar de las más de siete horas compartidas de ininterrumpido trabajo, y tampoco se sentó a la mesa, sino seguía hablando y orientando, paseándose por el corto espacio de su pantry situado inmediatamente después del escritorio, exhortando al reducido número de comensales a que comieran.

Al principio nos dio pena y alargamos el inicio de la cena, la cual nos parecía un verdadero manjar dado el tiempo transcurrido, hasta que fue tanta su insistencia que tímidamente comenzamos a comer.

EN EL MOMENTO DE LOS ESPAGUETIS

Mi gastritis ancestral me pedía con retortijones y eructos devorar la comida y así arremetí sin percatarme que aun manteniendo el hilo de la ilustrativa conversación, él escudriñaba con el rabo del ojo.

Llegado el momento, no pudo más y me increpó: “¡No, no, no, pero así no se comen los espaguetis, Coronel!”. Sin que se hubiera dirigido exclusivamente a mí, pues allí había otros tres compañeros con el mismo grado, sentí que me estaban fulminando y la vergüenza me arrebujó, solté el tenedor de inmediato.

Persuasivo, se acercó… “No es para tanto, no dejes de comer, mira, toma el tenedor y ve poco a poco enrollándolos y después lo llevas a la boca”. Lo hice con la mayor disciplina permisible para la ocasión pero me sentía molesto, máxime con las sonrisas socarronas de mis acompañantes.

“Correcto, así es, eso es parte de la cultura culinaria”, me dijo.

Pero el apetito era mucho e imponía sus condiciones irreverentes; no más percibí que me dio su ancha espalda, volví a arremeter con deliberado impulso sin guardar forma alguna, hasta que… ¡se volvió a percatar!

Y entonces sí la emprendió y vino hacia mí tomándome la mano que comenzó a temblar, y haciéndome el giro con el tenedor sostenido sobre las pastas con ahínco, las enrollaba en el cubierto, cual padre a un niño por iniciar su aprendizaje.

¡Me quería morir de la vergüenza! Mientras, mis compañeros ya no podían disimular la carcajada, y ahí sí se volvió imperativo… “No se burlen de él”, instó y de inmediato me dijo: “Pero, ¿tú estás nervioso?”.

Alcé mi cara muy tímida y despaciosamente hacia él, que me envolvía con sus brazos enormes afincándose al tenedor con la mano superpuesta a la mía, sentía su aliento y hasta el roce de su barba.

Vacilé en qué decirle, hasta que me salió: “¿Cómo no voy a estar nervioso, Comandante, si lo he hecho molestarse por mi culpa?”.

Pasó más de un mes de aquella madruga inolvidable, y entonces nos convocó nuevamente, y ese sí fue desgraciadamente mi último encuentro con él.

En la entrada del reducido despacho nos recibió con la amabilidad de siempre, me tocó el turno y extendió su cordial mano y tan imprevisible como siempre, me sorprendió con su memoria colosal: “¿Ya aprendiste a comer espaguetis? No te preocupes, que hoy mandé poner unos sándwiches…”.

Sin percatarnos, habíamos conocido, aquella fría madrugada en el Consejo de Estado, la noche que aprendí a comer espaguetis, otra faceta del carismático proceder de Fidel; nunca la olvidé y el amaestramiento lo traspalé a mis hijas y nieta.

Tomado de Prensa Latina

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