Siempre he sido buena “cogiendo botellas”. Dicen algunos que con ese don se nace, pero creo que más bien requiere una maestría que cursé en la universidad y los interminables viajes desde la capital hasta Pinar por la autopista nacional: ahí probé de todo, desde rastras, camiones, motos o esa vez que entré en el pueblo en una “araña de caballo”, toda regia, estirada, “la hija de Juana, la que se cree habanera”.
En ese ir y venir he acumulado suficientes historias para rellenar un libro de peripecias como esa vez en la que obligué a Milagros a montarse en un carro azul moderno “porque dale mija’ que vamos a llegar tarde a la facultad” y la rubia terminó dejando un zapato en el auto cual Cenicienta del siglo XXI.
Desde hace un año– por una razón desconocida– el trabajo, el círculo infantil de Milán y mi casa quedan en puntos apuestos de La Habana, y como el transporte está malo y hay que llegar antes de las 8 am, opto por pedir botella en Vía Blanca y 10 de Octubre.
Definitivamente, la frase que más repito en el día es “chofe, me puede adelantar”. Mínimo, los días de teletrabajo, cuatro veces. Milán me mira y me dice “ese carro rojo no quiso llevar a mamá”, y entre no y sí, el niño de tres años se aprendió los colores y los medios de transporte.
Podría hacer un marco teórico sobre las posibles caras que hay que poner para que un chofer se apiade de ti, incluso, como buena botellera, puedo asegurar que el peor semáforo para hacerlo es el de Ayestarán y Tulipán.
Te montas en la “nave salvadora” y en los 10 minutos que dura el trayecto el chofer se queja del reordenamiento, del precio del ajo, que si el combustible está perdido, que si las colas en los Cupets, y “niña y porque tu esposo no te ayuda”, como si una no supiera que el objetivo de la pregunta es conocer tu estado conyugal. Algunos valientes piden tu número “para recogerte por si algún día te veo por ahí”.
Ahora conozco los nombres de muchísimas calles de La Habana y en mi mente hago posibles trayectos cuando dicen una ruta que no era la planeada, porque si te paran, aunque sea hasta el próximo semáforo, vale la pena aprovechar la oportunidad. Dicen los que saben que la luz de adelante es la que alumbra y más vale pájaro en mano que 100 volando. Los botelleros lo sabemos bien.
También, como pocas mujeres, conozco de marcas de autos y soy especialista en reconocer chapas: usualmente te paran las B, quizás las P, poco probable una K, y casi imposible una T. A la E, mejor no intentar. Cada vez monto más rápido y con igual velocidad me amarro el cinturón, agilidad que he perfeccionado cuando el chofer da un sí inesperado y apenas quedan dos segundos para que cambie de color el semáforo.
Inconvenientes, muchos. Está el que llega, se te pega al lado como pulga y se monta junto contigo cuando te dicen que sí, como si fuéramos familia. Te mira y con una sonrisa agradece tu arrojo, y tú devuelves el saludo, como el mejor acto de buena fe.
Ojo, no te hagas moños extravagantes porque, si es moto, el largo de la correa nunca es suficiente: o te sueltas el pelo o mueres asfixiada. No tengas en cuenta el sol, sino las horas de espera se hacen eternas.
El viernes me volvió a recoger el del carro de la UNE y supo exactamente donde dejarme: “la pelirroja que vive por la esquina de Tejas y anda media Habana en botella. Tú no te acuerdas, pero es la tercera vez que te recojo”. Solo atiné a sonreír y desearle un buen día.
A ti que me lees, si algún día me has dado botella, muchas gracias, le has salvado la vida a una periodista en apuros.
Tomado de Cubadebate