La Habana, 16 ene.- Aquella noche del año 1923 una asociación femenina se había propuesto rendir homenaje a una ilustre visitante uruguaya. Para decir las palabras de elogio el orador invitado era Erasmo Regüeiferos, ministro del presidente Alfredo Zayas. Dispersos por el salón se encontraban algunos escritores veinteañeros, convocados por Rubén Martínez Villena.
Cuando el personaje gubernamental se dirigía al podio para cumplir la tarea encomendada, su marcha fue interrumpida. En medio del desconcierto general, Rubén pidió la palabra para denunciar públicamente la complicidad del funcionario con la fraudulenta compra del Convento de Santa Clara, uno de los tantos negocios que caracterizaron la corrupción dominante en los tiempos del zayato.
Al terminarse la arenga, el grupo juvenil se retiró del salón, para dirigirse a El Heraldo de Cuba y hacer público lo sucedido. El acontecimiento tuvo repercusión nacional. Quedó registrado para siempre en la historia con el nombre de Protesta de los Trece.
Por muchos motivos, este hecho señala el punto de giro en la asunción del compromiso de los trabajadores intelectuales con la sociedad, a partir de su participación activa en la política en un momento de acelerada maduración de la conciencia nacional, al socaire de una profunda crisis económica. Importantes acontecimientos internacionales influyeron también en el desarrollo del pensamiento, entre ellos, la Revolución de Octubre y la cercana Revolución Mexicana.
Para los cubanos, la intervención de Estados Unidos en la guerra hispano-cubana, había significado un golpe demoledor. Se había producido cuando, en lo militar, la metrópoli española estaba derrotada. Su impotencia se revelaba con la imposición, por parte del capitán general Valeriano Weyler, de la reconcentración de los campesinos en los centros urbanos. Sin techo y sin comida, millares de hombres, mujeres y niños vagaban por las calles privados de asistencia médica. El hambre asedió también a los pobladores urbanos. La infame política, que costó un número incalculable de víctimas, era fruto de la desesperación.
Al término de la contienda, los mambises no pudieron entrar en Santiago. Los cubanos tampoco pudieron participar en las negociaciones de paz. El imperio español en su ocaso definitivo entregaba la Isla al imperio emergente que la utilizaría como laboratorio para el primer experimento neocolonial.
Para llevar a cabo ese propósito, las tropas de ocupación permanecerían en la Isla hasta que los constituyentistas aceptaran incorporar en la Carta Magna del año 1901 la injerencista Enmienda Platt y la presencia de la todavía existente base naval de Guantánamo.
Hubo mucho más. En un país arruinado por la guerra, la tea incendiaria y la reconcentración, los inversionistas norteamericanos pudieron comprar por dos pesetas miles de caballerías de tierra, desde los límites de Sancti Spíritus hasta los confines de las provincias orientales, donde establecieron inmensos latifundios. De allí salía la materia prima para los grandes centrales azucareros edificados con rapidez vertiginosa en pocos años.
Se estaban soldando las cadenas de la dependencia sobre la base de una economía de plantación. Complemento de este proyecto de dominación sería la firma del Tratado de Reciprocidad, duramente criticado por Manuel Sanguily, personalidad contradictoria que convendría, tal y como lo señaló alguna vez Raúl Roa, colocar en su justo sitio.
Las regulaciones arancelarias hacían que Cuba fuera reducida a exportar azúcar crudo para las refinerías norteamericanas, a la vez que los impuestos levantaban un valladar al comercio tradicional con Europa. Monoproductor, el país estaba obligado a importar todos los bienes de consumo.
La Protesta de los Trece es antecedente del Grupo Minorista, que en su programa diseñó un proyecto de país. La perspectiva vanguardista integraba la transformación de los lenguajes artísticos y la reivindicación de los valores más auténticos de la nación. Historia y cultura se articulaban de manera raigal. Había que aprender lo más útil de la vanguardia europea para contribuir al redescubrimiento de lo que somos, a la vez que se impulsaba un diálogo intenso con la América Latina.
En México la Revolución agraria y antimperialista convertía en realidad tangible un sueño emancipador. Encargado de la cultura, en su etapa más lúcida, José Vasconcelos había convocado a los pintores a dejar su huella en todos los muros disponibles y salir del confinamiento de los espacios privados. Diego Rivera y José Clemente Orozco mostraron los rostros hasta entonces invisibilizados de los portadores de las riquísimas culturas originarias de nuestro continente.
En diálogo creador con herramientas del pensamiento marxista, en tierras del sur José Carlos Mariátegui emprendía el estudio de los problemas del Perú. Los cubanos establecieron con él una relación fecunda. Intercambiaron publicaciones, difundieron sus ideas y, en ocasión de su muerte, la Revista de Avance le rindió un homenaje respetuoso. Sin embargo, en la Isla los acontecimientos se precipitaban.
El último número de la propia Revista de Avance portaba una fecha que daba la medida de la gravedad de la situación: 30 de septiembre de 1930, día de la caída de Rafael Trejo, baleado en una manifestación estudiantil antimachadista. Animador de la Protesta de los Trece y del Grupo Minorista, Rubén Martínez Villena se entregaba de lleno a la lucha revolucionaria que devoraría por completo sus pulmones lesionados. En más de un sentido, la denominada por Juan Marinello «década crítica» dejó un saldo promisorio.
El mañana se construye a partir de la profundización del conocimiento de nuestra identidad, por vía de la investigación y de una creación artística libre de ataduras y de servidumbre mimética. De la conjunción de ambas tareas nació el reconocimiento de la contribución africana a la conformación de lo que somos, más allá del color de la piel.
Tal fue el empeño de Roldán y Caturla en la música, de la poesía de José Z. Tallet, de Regino Pedroso y, sobre todo, de la obra de Nicolás Guillén. En otra dirección, se inició entonces el rescate de José Martí. Mientras tanto, Fernando Ortiz había transitado del acercamiento al universo de la «mala vida», en tanto penalista de formación lombrosiana, a la posición desprejuiciada del investigador etnográfico. Del mismo modo, el historiador Ramiro Guerra había publicado en 1928 Azúcar y población en las Antillas, texto que, por su alcance, trascendió el espacio de la Isla.
El relato de nuestro siglo XX se inscribe en un complejo proceso que dimana de la aplicación del experimento neocolonial. Su análisis requiere abordar la interdependencia de actores económicos, sociales y de todos aquellos que se asientan en el intangible universo de la subjetividad, tales como la memoria viva, el desempeño de las confrontaciones políticas y la configuración de una imagen de lo que somos. El Moncada fue semilla generadora de rescate de los sueños y de reafirmación de la antigua esperanza. Sobre el tema, volveré en próxima entrega.
(CubaDebate)