Florida, 13 sep.- ¿Cuántas veces han llegado ustedes a un sitio de prestación de servicios, a una institución pública o, incluso, hasta una escuela, y quienes los reciben lo hacen con extrema frialdad y desdén, como si fuera usted un extraterrestre, una especie canina, un vegetal o un hueso viejo tirado en un vertedero?
¿En cuántas ocasiones esa cajera que debe efectuar el pago a un jubilado ni siquiera le mira la cara? Y a veces, y digo a veces para dejar una brecha al beneficio de la duda; a veces, repito, tampoco ofrecen ni devuelven el saludo al anciano que lleva horas esperando su turno sin perder los buenos modales aprehendidos desde la cuna.
Son, a veces, especialistas en monosílabos y máster en interjecciones, sin darse cuenta de que todo el que no sirve bien, no sirve para servir.
¿Quién de ustedes, con un poco de sensibilidad y buen gusto por la cultura del detalle, no se da cuenta de cuan pedestre y ordinario se ha tornado el trato al cliente en la mayoría de los sitios donde se expenden hoy diferentes productos, ya sean alimenticios o industriales?
Frases como dime tía, ¿qué tú quieres?, ¿qué te pongo brother?, a ver mijo dime; ¡arriba, arriba, que pase el otro que estoy apurado… o acciones increíbles como las de quedarse mirándote detrás del mostrador, sin abrir la boca, así, como si tú fueras una molestia que llega a robarles tiempo de navegación por internet o interrumpir su conversación telefónica en horario laboral.
Son ejemplos pueriles de cuánto terreno han ganado la grosería y la falta de cultura y de educación cívica entre nosotros; un fenómeno al que varias veces el propio Presidente de la República ha convocado a ponerle coto y transformarlo a partir de una batalla institucional, educativa, comunitaria, familiar y de control al desempeño en el caso estatal, y por supuesto en defensa de los intereses económicos en los casos de empresarios privados y negocios cuentapropistas.
Duele observar y palpar estas realidades en un país donde garantizar el acceso a la educación, al conocimiento y a la escala de valores más trascendentales del ser humano ha constituido uno de los desvelos más importantes luego del triunfo de la Revolución cubana en 1959.
A estas alturas usted se preguntará si todo está perdido, y sin dudas yo debo decirle que todavía no. No, porque existen aún muchos espacios donde a través de individuos y colectivos brillan el buen trato al pueblo, la cordialidad, la empatía, el respeto al derecho ajeno y la exquisitez en los modales.
Para solo mencionar algunos, llegué, por ejemplo, a la cafetería de la esquina de Presidente Gómez y calle Onda, en el Boulevard floridano, y conozca a su dueña o a su dependiente Alfredo, y después me dirá; o intercambie con Anita, la directora del Instituto de Seguridad Social en Florida o con las trabajadoras que la acompañan en esa filial:
Observe a Sergio, el antiguo portero del Banco Popular de Ahorro; hable con Abigaíl, la recepcionista de la Casa de la Cultura, o vaya al puesto de ventas ubicado en la esquina del fondo derecho del Sistema integrado de Urgencias Médicas (SIUM) y compruebe por usted mismo los valores que conservan y ponderan cada uno de ellos.
Me hago al final de esta reflexión la misma pregunta que el Apóstol de la independencia cubana José Martí en 1889: ¿Habrá dicho alguien que la cortesía es un delito, y que se deben predicar la brutalidad y lo grosero como virtudes, y el desprecio a los hombres corteses y educados?
Ojalá que no sea ese el camino y destino. “La cordialidad da frutos», sentenció, también, el Héroe Nacional cubano, y aseguró que «la madre del decoro, la savia de la libertad, el mantenimiento de la República y el remedio de sus vicios, es, sobre todo lo demás, la propagación y preservación de la cultura y la moral del pueblo y de los ciudadanos”.