Es indecente que me refugie en las penurias de mi pueblo bloqueado y asfixiado, pero con gobierno propio, soberano, inclaudicable —aún cuando esas penurias, que no son pocas, formen parte de la guerra global (eufemismo que encuentro para calificar esta guerra mundial en curso) —, solo porque afectan mi vida cotidiana, si la muerte ronda a millones de seres humanos. La indecencia, sin embargo, se ha convertido en virtud: la mentira, el cinismo, el desprecio a la vida humana de los otros. “Defiéndannos ustedes que saben escribir!”, le dijo una anciana a Alejo Carpentier en 1937 en la España profunda, durante la guerra civil de aquel país. No sé cómo cumplir ahora mismo la súplica de aquella pobre mujer. No sé si sé escribir, si soy capaz, efectivo, si alguien me leerá. ¿Salvarán de la muerte mis palabras a una mujer, a un niño? ¿Estamos todos tan locos?
No puedo ir a Gaza, a Teherán, al Líbano, como quisiera, porque lo más decente que pudiéramos hacer es morir allí, peleando junto a los agredidos. José Martí escribió mucho, pero llegado el momento montó en el caballo, y empuñó la pistola. El dilema de los intelectuales de entonces es el de hoy frente a la guerra y al resurgimiento del fascismo en el mundo. Servir o servirse, poner la capacidad de crear al servicio de la Humanidad, o perseguir la “trascendencia personal”. André Malraux le contó a nuestro gran novelista una anécdota reveladora: un señor caminaba apurado con un gran rollo de papel bajo el brazo, mientras caían las bombas sobre Madrid y él, intrigado, quiso saber qué tramaba. Pero el señor respondió imperturbable: “es papel encolado para cambiar el que tapiza mi habitación”. Entonces, apoyándose en esa metáfora, Carpentier sentenciaba: en tiempos decisivos para la Humanidad, “hay demasiados intelectuales que solo piensan en cambiar los papeles que tapizan sus habitaciones”.
¿Cree alguien que lo que ocurre en el Medio Oriente o en el frente ucraniano, no le afecta?, ¿que lo que padecen los pueblos criminalmente bloqueados de Cuba y Venezuela, es asunto ajeno? Las campanas tañen por todos, como dijo el poeta, y sentenció Hemingway. La naturaleza humana se degrada, alcanza el estadio biológico más elemental cuando una civilización en decadencia defiende su “territorio” a dentelladas y zarpazos, como haría el macho alfa de una manada, porque no conoce otra manera de vivir que la de servirse de los demás por la fuerza. La fuerza traerá la paz, ha dicho Trump, una paz que supone la muerte de los insumisos y a veces, como se intenta ahora, la de todo un pueblo. La victoria del nazifascismo ha sido la de convertir a sus víctimas, en verdugos de otros. De elegidos para la muerte, en “elegidos” para matar. Ningún pueblo es El elegido, ni el germánico, ni el judío, ni el estadounidense.

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Enrique Ubieta Gómez / Especial para CubaSí
OPINIÓN: Decálogo sobre la indecencia
24 Junio 2025
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Es indecente que la Unión Europea, al cabo de tantos meses de complicidad, de la muerte de 55 000 palestinos, la mayoría niños, mujeres y ancianos, de que el 90 por ciento de la población de Gaza fuera desplazada, declare que “hay indicios” (todavía no se confirman) de que Israel ha violado los derechos humanos.
Es indecente que me refugie en las penurias de mi pueblo bloqueado y asfixiado, pero con gobierno propio, soberano, inclaudicable —aún cuando esas penurias, que no son pocas, formen parte de la guerra global (eufemismo que encuentro para calificar esta guerra mundial en curso) —, solo porque afectan mi vida cotidiana, si la muerte ronda a millones de seres humanos. La indecencia, sin embargo, se ha convertido en virtud: la mentira, el cinismo, el desprecio a la vida humana de los otros. “Defiéndannos ustedes que saben escribir!”, le dijo una anciana a Alejo Carpentier en 1937 en la España profunda, durante la guerra civil de aquel país. No sé cómo cumplir ahora mismo la súplica de aquella pobre mujer. No sé si sé escribir, si soy capaz, efectivo, si alguien me leerá. ¿Salvarán de la muerte mis palabras a una mujer, a un niño? ¿Estamos todos tan locos?
No puedo ir a Gaza, a Teherán, al Líbano, como quisiera, porque lo más decente que pudiéramos hacer es morir allí, peleando junto a los agredidos. José Martí escribió mucho, pero llegado el momento montó en el caballo, y empuñó la pistola. El dilema de los intelectuales de entonces es el de hoy frente a la guerra y al resurgimiento del fascismo en el mundo. Servir o servirse, poner la capacidad de crear al servicio de la Humanidad, o perseguir la “trascendencia personal”. André Malraux le contó a nuestro gran novelista una anécdota reveladora: un señor caminaba apurado con un gran rollo de papel bajo el brazo, mientras caían las bombas sobre Madrid y él, intrigado, quiso saber qué tramaba. Pero el señor respondió imperturbable: “es papel encolado para cambiar el que tapiza mi habitación”. Entonces, apoyándose en esa metáfora, Carpentier sentenciaba: en tiempos decisivos para la Humanidad, “hay demasiados intelectuales que solo piensan en cambiar los papeles que tapizan sus habitaciones”.
¿Cree alguien que lo que ocurre en el Medio Oriente o en el frente ucraniano, no le afecta?, ¿que lo que padecen los pueblos criminalmente bloqueados de Cuba y Venezuela, es asunto ajeno? Las campanas tañen por todos, como dijo el poeta, y sentenció Hemingway. La naturaleza humana se degrada, alcanza el estadio biológico más elemental cuando una civilización en decadencia defiende su “territorio” a dentelladas y zarpazos, como haría el macho alfa de una manada, porque no conoce otra manera de vivir que la de servirse de los demás por la fuerza. La fuerza traerá la paz, ha dicho Trump, una paz que supone la muerte de los insumisos y a veces, como se intenta ahora, la de todo un pueblo. La victoria del nazifascismo ha sido la de convertir a sus víctimas, en verdugos de otros. De elegidos para la muerte, en “elegidos” para matar. Ningún pueblo es El elegido, ni el germánico, ni el judío, ni el estadounidense.
Pero basta de palabras. A la fuerza, con inteligencia, hay que oponer la fuerza. Trincheras de ideas, y trincheras de piedra. No sé si sobreviviremos, no yo, ni tú, amigo lector, hablo del género humano. Pero la muerte no puede sorprendernos con los brazos caídos, y la esperanza del milagro hollywoodense en los ojos. No se dejen conducir al final de sus días mientras esperan que el hada madrina de los cuentos los convierta en dichosos ganadores de la lotería o de una esposa o esposo millonarios.
Es indecente que el nazisionista Benjamín Netanyahu diga que ha pagado un “precio” por su genocidio: su hijo tuvo que posponer la boda, no porque en Gaza, o en Cisjordania o en los territorios agredidos de otros estados soberanos, morían niños, mujeres, novios y recién casados —muertes ocasionadas por su padre, por Israel—, sino porque Irán respondía a la agresión con misiles que impactaban en Tel Aviv, para sorpresa de los agresores. Es indecente que la prensa corporativa internacional exprese su consternación por la destrucción de un hospital en Tel Aviv (resultado de la onda expansiva de un misil iraní) y calle ante los 35 hospitales destruidos con sus enfermos y personal sanitario en Gaza, bombardeados en directo. Es indecente que una joven proisraelita declare su indignación por la muerte de una adolescente judía (ningún niño o adolescente debieran morir, no importa su origen nacional o religioso), cuando unos meses antes había dicho con cínico desenfado “me chupan un maple de huevos los ´niños inocentes´ de Gaza”. Es indecente que la Unión Europea, al cabo de tantos meses de complicidad con la muerte de 55 000 palestinos, la mayoría niños, mujeres y ancianos, de que el 90 por ciento de la población de Gaza fuera desplazada, declare que “hay indicios” (todavía no se confirman) de que Israel ha violado los derechos humanos. Suscribo las palabras de Manu Pineda, dirigente comunista español, que vivió durante meses en Gaza, junto al pueblo palestino:
Gaza se ha convertido en el espejo donde se refleja la peor ignominia de nuestro tiempo. Cada día que el mundo guarda silencio, se consume un trozo de nuestra humanidad. Habrá un antes y un después de esta vergüenza histórica; un ayer en el que pudimos actuar y un mañana donde recordaremos el horror con el peso de nuestra propia culpa.
Pienso en David que venció a Goliat (cuántos David han existido en la historia humana!), en los siete hombres que desde la Sierra Maestra levantaron a su pueblo contra un ejército entrenado y bien armado, sostenido por Estados Unidos; pienso en los invencibles vietnamitas, en los soviéticos del cerco de Stalingrado y en los iraníes y palestinos. Sé que es posible la victoria en la “guerra necesaria” que el imperialismo y el sionismo nos imponen, porque amamos la paz, la justicia, porque no peleamos por oprimir a nadie, ni por ventajas materiales. Peleamos por ti, por ellos incluso, por los agredidos y los agresores, por la Humanidad. No concibo otra manera de entender la decencia.
Tomado de Cubasi